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BEETHOVEN – SONATAS
23 de abril de 2025En un pequeño pueblo rodeado de campos dorados, vivía Clara, una niña de diez años con ojos curiosos y un corazón tan grande como el cielo. Su mejor amiga era Luna, una perrita de pelo negro y brillante que siempre la seguía con una cola que parecía no cansarse nunca de moverse. Luna había estado con Clara desde que era un cachorro, y juntas habían explorado senderos, perseguido mariposas y compartido secretos bajo el viejo roble del patio.
Pero un día, algo cambió. Luna ya no corría como antes. Sus ojitos, antes llenos de chispa, parecían cansados. Clara lo notó y, con un nudo en el estómago, le preguntó a su mamá qué pasaba. «Luna está mayor, cariño», dijo mamá con suavidad. «A veces, los perritos necesitan descansar para siempre.» Clara no quiso entenderlo al principio. ¿Cómo podía imaginar un mundo sin Luna?
Los días siguientes fueron una mezcla de amor y tristeza. Clara pasaba horas acariciando a Luna, contándole historias de sus aventuras y prometiéndole que nunca la olvidaría. Una tarde, cuando el sol pintaba el cielo de naranja, mamá sugirió algo especial: «Hagamos un último paseo con Luna, un momento para despedirnos.»
Clara asintió, aunque las lágrimas ya le picaban en los ojos. Tomó la correa de Luna, que, aunque débil, movió la cola con un esfuerzo que parecía decir «estoy aquí contigo». Caminaron lentamente hasta el roble, el lugar favorito de ambas. Clara llevó una manta, una linterna y un pequeño cuaderno donde había dibujado todos los momentos felices con Luna: el día que saltaron charcos bajo la lluvia, la vez que Luna robó un panecillo de la mesa, y las noches que durmieron juntas bajo las estrellas.
Bajo el roble, Clara extendió la manta y ayudó a Luna a recostarse. Sacó una galleta de avena, la favorita de Luna, y la partió en pedacitos pequeños para que pudiera comerla. Mientras Luna mordisqueaba con cuidado, Clara abrió su cuaderno y leyó en voz alta cada dibujo, riendo y llorando al mismo tiempo. «Te quiero tanto, Luna. Gracias por ser mi mejor amiga», susurró.
Mamá, que las observaba desde unos pasos atrás, se acercó con una caja de madera pequeña. «Podemos guardar algo especial aquí», dijo. Clara pensó un momento y decidió poner un mechón del pelo de Luna, una de sus galletas favoritas y un dibujo de las dos juntas. «Así, una parte de ti siempre estará con nosotros», dijo Clara, abrazando a Luna.
Esa noche, Luna se durmió para siempre, acurrucada en la manta bajo el roble, con Clara a su lado. El cielo estaba lleno de estrellas, y Clara sintió que una de ellas brillaba más que las demás. «Esa eres tú, Luna», murmuró, sonriendo a pesar del dolor.
Días después, Clara y su mamá enterraron la caja de madera bajo el roble. Plantaron un rosal encima, para que cada primavera las flores recordaran el amor que Luna dejó en sus corazones. Clara aprendió que despedirse no era olvidar, sino guardar los recuerdos en un lugar especial, como un tesoro que nunca se pierde.
Y así, cada vez que Clara pasaba por el roble, miraba las rosas y sentía que Luna seguía corriendo a su lado, invisible pero siempre presente, en cada rayo de sol y en cada brisa que le acariciaba la cara.