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16 de abril de 2025El eco en la ventana
Clara se despertaba cada mañana con el mismo ritual: estiraba la mano hacia el lado izquierdo de la cama, donde solía encontrar el calor de Miguel. Pero desde hacía seis meses, sus dedos solo tocaban sábanas frías, arrugadas por el peso de su propio insomnio. La ausencia de Miguel no era solo un hueco en el colchón; era un silencio que se había instalado en cada rincón de la casa, como un invitado que no pide permiso.
Habían pasado 38 años juntos. No eran de esos matrimonios perfectos que la gente idealiza; discutían por tonterías —como si el café debía ir con azúcar o sin ella— y a veces se guardaban rencores pequeños que se disolvían con una mirada o un roce torpe en la cocina. Pero eran compañeros, de esos que se entienden sin hablar, que saben qué significa un suspiro o un carraspeo. Ahora, Clara sentía que le habían arrancado la mitad de su idioma.
La casa, que antes vibraba con las risas de sus hijos ya mayores y las bromas de Miguel, parecía un museo de recuerdos. En el salón, el sillón donde él leía el periódico seguía intacto, con una esquina desgastada por su costumbre de tamborilear los dedos. En la cocina, la taza azul con un desconchón —su favorita— seguía en el estante, porque Clara no se atrevía a usarla ni a guardarla. Cada objeto era un recordatorio, pero también un castigo: ¿cómo se sigue adelante cuando todo te ancla al pasado?
Por las mañanas, Clara se obligaba a salir al parque. Caminaba despacio, con las manos en los bolsillos, mirando a las parejas mayores que paseaban de la mano. No sentía envidia, sino una punzada de injusticia. ¿Por qué ellos sí y ella no? A veces, se sentaba en un banco y cerraba los ojos, imaginando que Miguel estaba a su lado, quejándose del frío o señalando a un pájaro con ese entusiasmo infantil que nunca perdió. Pero al abrir los ojos, solo estaba el viento, que parecía burlarse de su esperanza.
Una tarde, mientras ordenaba el armario, encontró una chaqueta vieja de Miguel. Olía a él: a tabaco suave, a loción de afeitar y a algo indefinible que simplemente era él. Clara se sentó en el suelo, abrazando la chaqueta, y dejó que las lágrimas cayeran sin resistencia. No era la primera vez que lloraba, pero esta vez fue diferente. Entre los pliegues del bolsillo, encontró una nota arrugada. Era su letra, torpe pero clara: “Clara, no olvides comprar pan. Y sonreír. Te quiero”. Era una de esas notas que él le dejaba en los días caóticos, cuando trabajaban hasta tarde y apenas se veían. Algo tan cotidiano, tan pequeño, que ahora pesaba como un tesoro.
Esa noche, Clara no durmió en su lado de la cama. Se quedó en el de Miguel, con la chaqueta sobre la almohada. Por primera vez en meses, no sintió que el silencio la aplastaba. Había algo en esa nota, en esa chaqueta, que le recordaba que el amor no se va del todo. Miguel no estaba, pero su huella seguía ahí, en los detalles, en los años compartidos, en la forma en que había moldeado su manera de ver el mundo.
Clara no dejó de sentir la soledad. Había días en que el peso volvía, como una ola que te arrastra sin avisar. Pero poco a poco, aprendió a hablar con él en voz baja, a contarle cómo estaba el jardín o qué había cocinado. No era lo mismo, nunca lo sería. Pero en esos momentos, cuando el eco de Miguel parecía responderle desde algún lugar, Clara sentía que no estaba tan sola. Que, de alguna forma, seguían siendo dos.