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17 de diciembre de 2025El árbol que no quería luces
En un pueblo pequeño, cubierto siempre de una nieve fina que parecía azúcar glas, vivía un abeto viejo en la plaza. Todos los diciembres lo adornaban con bolas brillantes, guirnaldas doradas y cientos de luces de colores. Los niños gritaban de alegría, los mayores se tomaban chocolate caliente y el árbol se sentía importante. Era la estrella del pueblo.
Pero este año, cuando llegaron los operarios con las cajas de adornos, el abeto habló. Sí, habló. Con voz ronca de resina y viento:
—No, gracias. Este año no quiero luces.
Los hombres se miraron extrañados. La alcaldesa, una mujer práctica que llevaba el mismo abrigo rojo desde 1998, se acercó y le preguntó:
—¿Cómo que no quieres luces? Eres el árbol de Navidad. Sin luces no hay Navidad.
El árbol movió apenas sus ramas, como quien se encoge de hombros.
—Cada año me enchufan, me prenden, me fotografían y luego, en enero, me desenchufan. Me quedo a oscuras otra vez once meses. Estoy cansado de brillar solo cuando los demás lo necesitan. Quiero saber cómo es ser árbol en la oscuridad también.
El pueblo entero se escandalizó. Los niños lloraron. Las redes sociales ardieron: “¡El árbol está deprimido!”, “¡Cancelad la Navidad!”. Hasta salió en el periódico local: “Abeto sufre crisis existencial a días de Nochebuena”.
La alcaldesa, que en el fondo tenía buen corazón, convocó una reunión urgente. Propuso votar: adornarlo a la fuerza o respetar su deseo. Ganó lo segundo, por un solo voto (el de Lucía, una niña de nueve años que entendió perfectamente lo de “querer estar a oscuras a veces”).
Así que el árbol se quedó sin luces. La plaza parecía triste, vacía. La gente pasaba de largo. Algunos decían que la Navidad se había muerto.
Llegó la Nochebuena. Nevaba mucho. El frío cortaba la cara. Y entonces pasó algo inesperado.
Lucía, la niña del voto decisivo, salió de su casa con una linterna pequeña. Se paró frente al árbol y le apuntó directamente a las ramas más altas.
—Te presto mi luz un ratito —le dijo—. Pero solo la mía. Para que sepas que alguien te ve aunque no brilles para todos.
El árbol tembló un poco. Después, otro niño llegó con otra linterna. Y otro. Y una abuela con una vela dentro de un frasco. Un señor con el móvil encendido. Una adolescente que odiaba la Navidad pero que esa noche no odiaba tanto. Uno a uno, sin organizarlo, los vecinos fueron llevando su pequeña luz propia y la colocaban a los pies del árbol o la alzaban hacia sus ramas.
No eran luces de colores. Eran luces prestadas, temblorosas, humanas. Algunas se apagaban rápido, otras duraban más. El árbol nunca había estado tan iluminado y, paradójicamente, nunca tan a oscuras al mismo tiempo. Porque esas luces no lo cubrían entero: quedaban sombras profundas entre rama y rama, huecos negros donde nadie llegaba.
Y en esos huecos el árbol descubrió algo que las luces de colores nunca le habían permitido ver: su propia oscuridad. Su silencio. Su frío. Su miedo a enero, sí, pero también su fuerza para seguir de pie cuando nadie lo mira.
Al amanecer del 25 de diciembre, cuando la gente se fue a dormir, el árbol habló otra vez. Esta vez solo para sí mismo:
—Gracias por dejarme la oscuridad. Ahora sé que también puedo brillar dentro de ella.
Al año siguiente, el pueblo volvió a decorarlo con luces de colores. Pero dejaron algunos huecos sin adornar, pequeños espacios negros entre las bombillas, como ventanas abiertas a la noche. Y cada Nochebuena, además de las luces oficiales, la gente lleva su linterna, su vela, su móvil. Solo un ratito. Para recordarle al árbol, y recordarse ellos, que la Navidad no es solo lo que se enciende para que los demás vean.
A veces, la luz más bonita es la que alguien te presta cuando tú ya no puedes o no quieres brillar.
Y en esos huecos oscuros que dejaron a propósito, el abeto viejo sigue creciendo. Más alto, más fuerte y, sobre todo, más suyo.
Fin.
(Para pensar: ¿Qué partes de nosotros apagamos para que los demás estén cómodos en Navidad? ¿Y qué pasa cuando alguien nos presta su luz sin exigirnos que la devolvamos?)

